Comprensión oral: "El soldadito de plomo"
El soldadito de
plomo
Hans Christian Andersen (1805-1875)
Érase una vez un niño que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba
todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas felices
jugando con ellos. Uno de sus juegos preferidos era el de hacer la
guerra con sus soldaditos de plomo. Los ponía enfrente unos de otros, y
daba comienzo a la batalla.
Cuando se los regalaron, se dio cuenta de que a uno de ellos le
faltaba una pierna a causa de un defecto de fábrica. No obstante,
mientras jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea,
delante de todos, incitándolo a ser el más valiente.
Pero el niño no sabía que sus juguetes durante la noche cobraban vida
y hablaban entre ellos, y a veces, al colocar ordenadamente a los
soldados, metía por descuido el soldadito mutilado entre los otros
juguetes. Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil
bailarina, también de plomo. Entre los dos se estableció una corriente
de simpatía y, poco a poco, casi sin darse cuenta, el soldadito se
enamoró de ella.
Las noches se sucedían de prisa, una tras otra, y el soldadito
enamorado no encontraba nunca el momento oportuno para declararle su
amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados durante
una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su valentía.
Por la noche, cuando ella le preguntaba si había pasado miedo, él le
respondía con vehemencia que no. Pero las miradas insistentes y los
suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos por el travieso que
estaba encerrado en una caja de sorpresas. Cada vez que, por arte de
magia, la caja se abría a medianoche, un dedo admonitorio señalaba al
pobre soldadito. Finalmente, una noche, el travieso estalló.
-¡Eh, tú, deja de mirar a la bailarina! -el pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló:
-No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo.
Y lo dijo ruborizándose. ¡Pobres estatuillas de plomo, tan tímidas,
que no se atrevían a confesarse su mutuo amor! Pero un día fueron
separados, cuando el niño colocó al soldadito en el borde de una
ventana.
-¡Quédate aquí y vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!
El niño colocó luego a los demás soldaditos encima de una mesa para
jugar. Pasaban los días y el soldadito de plomo no era relevado de su
puesto de guardia. Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un
fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se
precipitó en el vacío. Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia
abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo. El viento y la lluvia
persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros,
pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban por
las alcantarillas. Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia
amainara, cobijados en la puerta de una escuela cercana. Cuando la
lluvia cesó, se lanzaron corriendo en dirección a sus casas, evitando
meter los pies en los charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron
de las últimas gotas que se escurrían de los tejados, caminando muy
pegados a las paredes de los edificios. Fue así como vieron al soldadito
de plomo clavado en tierra, chorreando agua.
-¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa -dijo uno.
-Cojámoslo igualmente, para algo servirá -dijo el otro, y se lo metió
en un bolsillo. Al otro lado de la calle descendía un riachuelo, el
cual transportaba una barquita de papel que llegó hasta allí no se sabe
cómo.
-¡Pongámoslo encima y parecerá marinero! -dijo el pequeño que lo había recogido.
Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un navegante. El
agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla que se
tragó también a la barquita. En el canal subterráneo el nivel de las
aguas turbias era alto. Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban, vieron
cómo pasaba por delante de ellas el insólito marinero encima de la
barquita zozobrante.
¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo, a él que
había arrasado tantos y tantos peligros en sus batallas! La
alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que al
final zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos. Después
del naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al
hundirse en las profundidades del agua. Miles de pensamientos cruzaron
entonces por su mente, pero sobre todo había uno que lo angustiaba más
que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina…
De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino. El
soldadito se encontró en el oscuro estómago de una enorme Ave, que se
abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su
uniforme. Sin embargo, el Ave no tuvo tiempo de indigestarse con tan
pesada comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red que un
pescador había tendido en el río. Poco después acabó agonizando en una
cesta de la compra junto con otros pájaros tan desafortunados como él.
Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito,
se acercó al mercado para comprar pescado.
-Este ejemplar parece apropiado para los invitados de esta noche
-dijo la mujer contemplando el pescado expuesto encima de un mostrador.
El Ave acabó en la cocina y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo,
se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos.
-¡Pero si es uno de los soldaditos de…! -gritó, y fue en busca del
niño para contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo
al que le faltaba una pierna.
-¡Sí, es el mío! -exclamó jubiloso el niño al reconocer al soldadito mutilado que había perdido.
-¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de esta Ave! ¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!
Y lo colocó en la repisa de la chimenea donde su hermanita había
colocado a la bailarina. Un milagro había reunido de nuevo a los dos
enamorados. Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se
contaban lo que había sucedido desde su separación. Pero el destino les
reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de la
ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el fuego . El
soldadito de plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía que el
fuego estaba encendido porque notaba su calor. Desesperado, se sentía
impotente para salvarla. ¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a
unas estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose con su única
pierna, trató de mover el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos
esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez por la
desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el
plomo de sus pequeñas peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse.
El plomo de la peana de uno se mezcló con el del otro, y el metal
adquirió sorprendentemente la forma de corazón. A punto estaban sus
cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a
las dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el pie lejos del
fuego. Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron siempre
juntos, tal y como el destino los había unido: sobre una sola peana en
forma de corazón.
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